
Recuerda que muchas de las expresiones de desconfianza que hoy circulan en los medios digitales y en boca de ciertos pseudo–personajes políticos no son nuevas. Desde hace tiempo, su objetivo principal ha sido no perder el control de sus actos y evitar, a toda costa, caer del lugar de poder en el que se encuentran. Algunos están más arriba que otros, pero todos se sostienen en el mismo sistema.
Si bien existe un vasto repertorio de frases pseudoiluminadas —extraídas al azar de *1984* de Orwell, degustadas en un café de sobremesa tras leer dos páginas de La sociedad del espectáculo de Debord, o susurradas como un mantra tras hojear La era del vacío de Lipovetsky— que pretenden explicar nuestra alienación moderna, la realidad es mucho más prosaica y cínicamente brillante.

Todos estos textos, por supuesto, son fascinantes. Nos ofrecen el consuelo intelectual de identificar al "Gran Hermano", un enemigo exterior y omnipotente, mientras nos tomamos un latte de 95 pesos. La ironía suprema es que consumimos estas críticas al capitalismo y al panóptico social como productos de consumo más, sintiéndonos profundamente rebeldes por haber comprado el libro en una megatienda multinacional. Es la "radicalización de boutique": creer que por citar a Orwell en un tweet desde nuestro smartphone de última generación (fabricado en condiciones laborales dudosas) estamos de algún modo "despertando".

La tesis central de este circo posmoderno es que hemos cambiado los grilletes de hierro por unas "oportunidades de crecimiento" y "flexibilidad laboral" bañadas en oro. La jornada de 8 horas es ahora solo el calentamiento. La verdadera maratón son las horas extra no remuneradas, los correos a las 11 de la noche para demostrar "compromiso", y la ansiedad de estar siempre "conectado". Llegamos al viernes exhaustos, con nuestro tiempo libre tan mercantilizado que necesitamos gastar dinero en "experiencias" (otro maravilloso término de marketing) para recuperarnos de la semana que nos permite pagar dichas experiencias. Es la rueda del hámster de la productividad, elegantemente disfrazada de "estilo de vida".

Y aquí es donde la economía de la atención y la psicología del miedo se dan la mano en un baile macabro. Las plataformas digitales, lejos de ser meras herramientas, son máquinas de modificación de conducta de una eficacia brutal. Nos controlan no con la fuerza, sino con el dopaje de la validación social (me gusta, shares, seguidores) y el miedo a quedar fuera (FOMO - Fear Of Missing Out). El enemigo ya no es solo el jefe; es el algoritmo que premia la indignación, la comparación social tóxica y el consumo compulsivo. Los datos son claros: un estudio de la Universidad de Stanford vincula el uso excesivo de redes sociales con aumentos significativos en ansiedad, depresión y sentimientos de soledad. Nos vigilan, sí, pero lo más genial es que nosotros mismos les entregamos gustosamente los datos a cambio de unos memes y la ilusión de comunidad.

El colmo del genio malévolo de este sistema es la meritocracia, el argumento estrella para culpar al individuo de su propio fracaso. ¿No triunfas? Es que no te esfuerzas lo suficiente. Ignora por favor las barreras estructurales, la brecha salarial (la OCDE reporta que el 10% más rico de la población en sus países miembros gana casi 10 veces más que el 10% más pobre), la herencia socioeconómica y el puro azar. La meritocracia es el cuento de hadas que nos venden para que creamos que la riqueza es virtud y la pobreza, un vicio personal. Es el mecanismo perfecto: convence a los que están en la parte media y baja de la pirámide de que su posición es únicamente culpa suya, desactivando cualquier atisbo de solidaridad de clase y convirtiendo la lucha social en una patética guerra de todos contra todos.

El desglose, la revelación, es darse cuenta de que el enemigo no es una entidad exterior fácil de señalar. Somos nosotros mismos, cómplices activos, consumiendo con una mano la crítica al sistema y con la otra afianzando sus cimientos cada vez que hacemos un clic sin cuestionar, que pedimos un préstamo para comprar el último gadget innecesario, o que ridiculizamos a quien no "aprovecha" las "oportunidades" de esta nueva y reluciente esclavitud voluntaria.
El sistema es tan diabólicamente bueno que nos vende los libros que lo critican y nos da las herramientas para quejarnos de él, asegurándose de que, al final del día, el único acto revolucionario real que queda es apagar el maldito teléfono. Pero, ¿quién tiene tanto valor?

asi vivimos en una era en la que la información abunda, pero crear un medio digital independiente se vuelve casi imposible: requiere tiempo, estructura y, sobre todo, resistir a las amenazas del poder que busca silenciar voces incómodas. La gente cansada, en lugar de organizarse, se refugia en las “novedades” de internet, repitiendo ideologías que poco ayudan a cambiar la realidad.
Lo más triste es que, mientras esperábamos grandes transformaciones del futuro —viajes al espacio, avances tecnológicos para mejorar la vida o incluso la posibilidad de una guerra mundial que reordenara todo—, hemos terminado entrando en lo que podría llamarse la era de la estupidez, donde la falta de voz, unión y comunicación real entre las personas es el mayor obstáculo para cualquier cambio verdadero.

Y así comienza nuestro día: levantándonos como si fuéramos atletas olímpicos de la prisa, corriendo para no llegar tarde. El transporte público como siempre, un spa de incomodidad, y nosotros encargándonos de dejar a los hijos cerca de la escuela, rogando que nos atiendan rápido, porque claro, si perdemos un minuto, parece que se acaba el mundo.
Y cómo no, la pelea obligatoria de la mañana: ya no alcanzó la comida para el lunch. Una guerra campal por un sándwich o una manzana que parece de oro. Después, cuando al fin logramos sentarnos, nuestra mente intenta tranquilizarse en esa parte “sencilla” del día… aunque claro, nada sencillo cuando toca hacer changuitos para que la combi no se ponche, no se estrelle, y que el chofer no piense que es piloto de la Fórmula 1.
Todo con un solo objetivo sagrado: llegar vivos al trabajo y alcanzar ese glorioso bono de puntualidad. Porque sí, nuestra vida entera vale exactamente lo que el jefe quiera pagar por unos minutos a tiempo.
Y repetimos este show todos los días, como buenos actores de una tragicomedia urbana, intentando no morir en el acto… aunque a veces dan ganas de aplaudir por la absurda puesta en escena que llamamos “rutina”.

El miedo a compartir tu punto de vista frente a miles de personas es real. Hoy, al expresarnos, nos topamos con una oscuridad que parece omnipresente: la hemos visto en redes sociales, en internet y, principalmente, en los lugares donde trabajamos y convivimos. Son personas apagadas, desconectadas de su propia energía, donde la estupidez humana se glorifica y se celebra sin cuestionamientos.
Imagínalo en el mundo que vivimos: puede parecer que tenemos tiempo para relajarnos y sentirnos bien temporalmente, pero la realidad es distinta. Los medios digitales están absorbidos por intereses que constituyen una amenaza silenciosa. La atención de la gente se dirige a contenidos triviales, porque quienes tienen dinero para pagar la visibilidad de sus mensajes dominan las plataformas. Cuanto más absurdas o superficiales sean sus “graciosadas”, más alcance obtienen, mientras nuestras opiniones y críticas son relegadas al silencio por miedo o falta de recursos.

Esto no afecta solo a los trabajadores: también nos impacta a todos. Programas de televisión y plataformas digitales, diseñados para entretener, terminan convirtiéndonos en espectadores pasivos, absorbiendo nuestro tiempo y nuestra atención. Mientras tanto, surgen malestares sociales reales: el aumento desmedido de los precios de la canasta básica, que a mitad de año se dispara hasta un 150%, la inseguridad en calles y colonias, y la sensación de que los problemas nunca se resuelven completamente.
Los medios solo informan parcialmente: “hay hoyos gigantes, el gobierno trabaja en ello”, pero rara vez muestran soluciones reales. Todo se convierte en noticia roja porque eso vende; Eso sin contar que a la sociedad no le interesa realmente; somos, en esencia, carne explotable. Lo único que buscan es que haya personas dispuestas a mantenerse intactas, cumpliendo con su labor y recibiendo una remuneración mínima. La idea de que, aunque seas un virtuoso, puedas llegar a la cima y obtener múltiples oportunidades de trabajo está desapareciendo.

Ese es el sensacionalismo que explotan las plataformas digitales: nos venden la ilusión de éxito, mientras nos mantienen atrapados en un ciclo donde, si enfermas, pierdes tu empleo o simplemente no puedes continuar con el mismo ritmo, se espera que permanezcas en la misma zona de confort para seguir generando. Todo esto obliga a que las personas se adapten a un estilo de vida impuesto: compras con tarjetas de crédito, suscripciones, seguros, objetos de consumo… todo diseñado para hacernos sentir controlados y temporalmente felices, aunque sea una sensación efímera.
Mientras tanto, nos vemos obligados a realizar múltiples tareas a la vez, corriendo de un lado a otro, con la sensación constante de que estamos haciendo lo mejor posible, pero que, en realidad, solo estamos alimentando un sistema que se burla de nuestra vida y nuestras aspiraciones. La sensación de explotación y manipulación es permanente, y el entretenimiento digital solo acentúa esa burla, mientras nos mantiene ocupados, distraídos y conformes con migajas de satisfacción temporal.

Y también sentir ese miedo, ese tipo de cosas que captan nuestra atención rápidamente para sentirnos “felices”: la ilusión de que alguien trabaja para nosotros, que se esfuerza por nuestros derechos. Mientras tanto, frente a la evidencia, los trabajos se vuelven cada día más complejos, y miles de personas exigen menos horas, mejores condiciones, beneficios que supuestamente existieron para ayudar a los más vulnerables… pero que, en realidad, no atacan la pobreza en general.

Y esto es un acto de verdad: si tienes oportunidad, entra a alguna plataforma digital, verifica, lee esas publicaciones que dicen cosas como “necesitamos una mejor calidad de vida y un trabajo bien remunerado”. Muchas personas se burlan: “yo no necesito un trabajo, necesito dinero”. No quiero sonar torpe, pero la realidad es que lo que muchos queremos es un trabajo aunque no nos guste, pero que sea bien pagado.

Ahí se ve todo el entramado: cadenas de empresas que aumentan el repudio hacia el trabajo. Ya no se trata de logros, licenciaturas o ingenierías, sino de la sensación de que no puedes decir lo que piensas por miedo a perder tus derechos laborales. Y esto no es teoría: hace poco salió una noticia de un call center en México, donde alguien empezó a quejarse del deplorable trabajo y, en lugar de mejorar las condiciones, lo corrieron. Solo alzar la voz fue suficiente para que la empresa hiciera un espectáculo de su poder.
Y esto pasa todos los días, en miles de formas. Cada empresa tiene sus razones, claro… pero siempre terminamos siendo los que cargamos con el peso de esa burocracia absurda, de esos sistemas que parecen hechos para recordarnos que, al final del día, el miedo sigue siendo la forma más efectiva de control.

esto es lo que capta nuestra atención. La ilusión de que alguien trabaja por nosotros y se esfuerza por nuestros derechos se desmorona frente a la evidencia de una gestión que, en la práctica, no protege a la población.
El miedo por compartir tu punto de vista frente a miles de personas es real. Al expresarnos, solo vemos toda esa oscuridad que nos rodea: las redes sociales, internet y, sobre todo, los lugares donde trabajamos. Las personas con las que convivimos parecen apagadas, sin energía, y glorificamos la estupidez humana como si fuera un deporte.
Imagínate esto en el mundo en el que vivimos: no es tan malo, tenemos tiempo para relajarnos y sentirnos bien… temporalmente. Pero lo que realmente está pasando es que los medios digitales están saturados por personas que forman parte de una especie de amenaza. El ciclo es claro: si tuviéramos dinero para malgastar, podríamos hacer miles de cosas, pero ahora nos da miedo dar nuestra opinión.

Y se nota: entre más tonterías haga alguien —no hablo de los payasos, cuya profesión es respetable—, más visualizaciones obtiene en redes, porque tiene dinero para pagar su difusión. Es un sistema complejo. La gente que consume estos contenidos está cayendo en la trampa, mientras los programas de televisión y plataformas digitales nos convierten lentamente en imbéciles.
El malestar comenzó a sentirse cuando subió el precio de la canasta básica; ya se sabía que iba a subir, pero nadie esperaba un aumento del 150%. Las noticias lo presentan como “está pasando esto, hay unos hoyos gigantes, el gobierno trabaja en ello”, pero nunca dicen que el problema se solucionó o que realmente lo están resolviendo. Solo lo venden como noticia roja, porque eso es lo que vende: el espectáculo del desastre.

Y mientras tanto, la ilusión de que alguien trabaja para nosotros, que se esfuerza por hacer valer nuestros derechos, se desmorona. Basta mirar los informes de gobierno: la presidenta habla de medicamentos, obras planeadas y “aumento positivo del trabajo”, pero todo es un absurdo, una manera sarcástica de decir que nos están llevando a la… (y aquí se corta la frase, pero el sentido es claro: nos llevan a la normalidad colectiva).
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